El derecho a una alimentación adecuada es un derecho humano fundamental. Pero las violaciones a este derecho, especialmente desplazamientos forzosos o expulsión de las propias tierras, se producen impunemente en todo el mundo, particularmente, entre poblaciones indígenas o marginadas. En tiempos de guerra, el alimento, su lugar de almacenamiento y las infraestructuras agrícolas son destruidos, y el alimento es utilizado a menudo como un arma política. En muchas regiones hay grupos que tienen prohibido el acceso a los recursos productivos, especialmente mujeres sin derechos sobre la tierra, aunque generalmente sean las encargadas de la producción, el procesamiento y la preparación del alimento para sus familias.
De acuerdo con la FAO, cerca de 1.000 millones de personas pasan hambre cada día. Un número aun mayor (unos 2.000 millones de personas), pese a disponer del alimento suficiente, se encuentra desnutrido al no poder costearse alimentos de calidad, es decir, ricos en nutrientes. Madres y padres luchan por alimentar a sus familias sabiendo que, sin una alimentación adecuada, sus hijos padecerán retrasos en su desarrollo tanto físico como intelectual, y pueden verse por ello condenados a una vida de hambre y pobreza.
Pero el hambre no es inevitable ni es una mera fatalidad. Es el resultado directo de la acción y las políticas públicas. La actual crisis mundial de alimentos es, sin ir más lejos, el resultado de políticas nacionales e internacionales que han incitado a un rápido ascenso de los precios mundiales de alimentos. Y, tal como sostiene el Relator Especial de la ONU sobre el Derecho a la Alimentación, los pobres sufren el hambre y la desnutrición, no porque no haya alimento, sino porque no pueden pagar los precios del alimento disponible (en especial cuando los precios han aumentado tan significativamente). Prestar más atención al derecho a una alimentación adecuada debería ser uno de los ejes de las políticas gubernamentales.